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The time has come for me
to say 'goodbye it's all'
I looked along to see the end
now you can take me back"
to say 'goodbye it's all'
I looked along to see the end
now you can take me back"
Los Spiders
“La lluvia barnizó el empedrado, la
tarde se ha vuelto de oropel”… “La luna reflejada en los
charcos, parece barquito de papel”, decía Pancho Madrigal. Y así lo
veía yo.
La forma de ver el mundo y la vida en
general, queda configurada por la forma en que aprendemos a percibirlos durante
la infancia, y esa base conceptual es la que nos ayuda a avanzar dando forma a
nuestro devenir, eso creo.
Petricor se llama el olor a tierra
mojada, tan característico sobre todo en las primeras lluvias, esas que llegan
dejando charcos y un bello aspecto de laca sobre las calles empedradas,
empedrado que hoy es difícil encontrar o por lo menos es mucho más escaso que
en la Guadalajara de principios de los 80s. Los charcos, oportunidad fehaciente
para un niño –de ese tiempo- de ser eso, niño, sin importar la ropa limpia, o
nueva o enfermar tras la mojada-enlodada que además traería un regaño y castigo
de tu madre. Aún hoy, cuando caen las primeras lluvias no dejo de sentirme niño
otra vez.
En ese tiempo en los barrios del
oriente de la ciudad (en el nororiente estaba mi barrio), se vivía la última
etapa de los movimientos “solero” y “tonchero”, conceptos que aprendías, como
niño, de una forma algo ruda, era salir a la calle y correr el riesgo de que en
cualquier esquina te tomaran por el cuello los miembros de alguna pandilla
ajena, para preguntarte, ¿Qué eres? ¿Sole o Toncho? Respuesta que estaba
determinada por el colmillo desarrollado durante el proceso de varias
situaciones similares vividas previamente, por lo general era “Sole” los
tonchos en mi barrio eran muy escasos y por lo general eran mujeres, una vez
contestando, si contestabas correctamente te dejaban ir o si no, por lo menos
unas patadas te llevabas, de cualquier manera, éste evento debía ser rápido,
porque los agresores siempre corrían el riesgo –si estabas en tu territorio- de
ser vistos por los compas más grandes de la cuadra quienes reaccionaban casi de
forma inmediata, para llegar corriendo a preguntar qué te habían hecho y
después empezar la búsqueda de los intrusos.
En una ocasión pregunté al Choco,
vato mayor que yo, por qué odiábamos a los tonchos, y me respondió que la
música de “Toncho Pilatos” era para putos. Eso me causó curiosidad y busqué el
mencionado material, con la sorpresa de que me gustó. Tal vez yo, debía ser
puto. Aunque también el Choco debía serlo porque un día lo sorprendí llevando
bajo el brazo un disco de Toncho para su morra, dijo, vaya con este puto,
pensé.
Las morras eran las únicas que podían
salir impunes en esta controversia musical de ser solero o toncho. Para ellas
no había castigo, sino por el contrario, podían jactarse de escuchar a Toncho
Pilatos y hasta cantar las rolas tan desafinadamente como se les diera la gana.
Hoy me sigue pareciendo interesante,
cómo un grupo como la “Solemnidad”, que tocaba covers, covers excelentemente
ejecutados, eso sí, podía rivalizar de tal manera con alguien que tocaba su
propia música, alguien totalmente original, como Toncho Pilatos.
El “chipote saltarín” dejó
huella en mí, lo escuchaba a escondidas claro, junto a Yula, mi cómplice.
Yula y yo teníamos la misma
edad. Ella era hija del farmacéutico de la esquina de la cuadra, y todas las
tardes pasaba por mí después de la escuela, con su grabadorcita colgada al
hombro, para salir a recorrer las calles o sentarnos a oír música o practicar
la danza solera que tanto nos gustaba ver desde afuera del Atlántico.
El Atlántico, salón de eventos del
barrio, era el lugar en donde se congregaba cada fin de semana la banda solera
y pesada del rumbo. “Pela Muertos” era la banda, mi banda, que dominaba desde
cada esquina de la colonia, cada rincón de la misma. Esa no era una simple
pandilla, era una maldita confederación de flotas grandes y pequeñas que
abarcaba no sólo mi barrio, sino varias colonias, algunas no tan cercanas. Los
Cuatreros, Los Reos, Zig-zag, Copán, Flores Magón, San Marcos, y así muchas
más, cada flota con nombre propio pero listas para actuar como una sola,
y bajo un solo nombre “Los Pela Muertos”. Dominaban todo el lado oriente de la
colonia, del otro lado, al poniente separados por Belisario Domínguez era
territorio de unos maricas llamados “Pazuzus”, ¿maricas? Eso todos lo teníamos
muy claro, ¡claro que sí!
Los enormes ojos oscuros de pestañas
rizadas de Yula, combinaban de forma por demás armónica con su nariz respingada
y contrastaban de una manera sutil con su gusto inusual –en una niña de su edad-
por la vestimenta solera ligada al rock y a las pandillas, que compartíamos. En
las tardes solíamos vagar por las calles empedradas y en la época de lluvias
brincábamos charcos y nos gustaba empaparnos bajo la tormenta. Al caer la tarde
nuestro pasatiempo preferido era escuchar música ya fuera vagando o sentados en
la esquina, sobre la estructura de una toma de agua de tiempos remotos -en cada
esquina había una toma igual- visitábamos cuadras lejanas en donde siempre
teníamos conocidos, paseábamos sin rumbo por esas calles al ritmo de Canned
Heat, ZZ Top, AC/DC, Black Sabbath, Nazareth, Status Quo, Queen, Creedence y
hasta Kiss. Cuando me esperaba a la salida de la escuela –ella estudiaba en las
mañanas, yo por la tarde-, era obligado llegar con don Martín a comprar nieve
raspada, un vaso para los dos, medio vaso de vainilla para mí y la mitad
superior de coco para ella. A mí siempre me tocaba comer la revoltura de
vainilla con coco que quedaba, y siempre fue así, un solo vaso, nunca fueron
dos, y en algunas ocasiones don Martín ni siquiera nos cobraba y nos esperaba
con el vaso listo cuando nos veía venir a lo lejos.
La madre de Yula y mi madre creían
que la niña podría ser “marimacho” o
por lo menos tenía tendencias por juntarse con niños; y en efecto era la única
niña en la flota de mocosos. Bonita mancuerna, pensaba, creían que ella era
marimacho y a mí me gustaba la música, que decían, era para putos. ¿Marimacho?
Yo sabía bien que no lo era.
Cuando la abrazaba por el cuello
justo como lo hacía con cualquiera de los demás compas, ella automáticamente me
prendía por la cintura, cosa que obviamente no hacía ninguno de mis amigos,
ellos te cruzaban el hombro igual que tú a ellos, y te enganchaban del cuello
igual que tú, nunca por la cintura. Era una sensación muy especial la de sentir
ese brazo rodeando mi cintura con su dedo pulgar enganchado a una presilla de
mi pantalón; eso es instintivo, me imagino.
Me divertía de manera especial,
cuando caminábamos las calles, la forma en que ella buscaba emparejar su paso
al mío, y yo trataba de hacerla “trasmanear”, cosa
que no siempre lograba ya que en algunas ocasiones el que terminaba tropezando
era yo. Cuando ya llegando la hora de regresar a casa por la noche, y estando
en lugares retirados del punto, el retorno lo hacíamos a paso veloz al ritmo de
“My White Bicycle” la de Nazareth no la de Tomorrow. Todavía cuando la
escucho el corazón me late como si corriera.
Nazareth era compañía casi para
cualquier ocasión, en las tardes en que sólo veíamos caer el sol, sin hablar,
invariablemente estaban “Shot Me Down” y “Love Hurts”. Y cuando
practicábamos aquellos intrincados pasos soleros, solían estar “Woke Up This
Morning” y por supuesto “Bad Bad Boy”, entre otras rolas del mismo estilo, y de
entre todas, nuestra favorita para “brincotear” frente
al aparador de la farmacia era “Que Viva El Rock and roll” de Three Souls in My
MInd.
El baile solero, era un estilo de
baile muy, muy especial, la forma de cruzar los pasos y adaptarlos según la
velocidad de la canción, era todo un arte. Los fines de semana en que teníamos
oportunidad de subir en flota hasta el Atlántico, observábamos embelesados
desde el exterior, el espectáculo que se desarrollaba adentro, qué manera de
brincar. En algunas ocasiones sólo permanecíamos sentados afuera del salón
escuchando las bandas que tocaban. Algunas veces tocó la Solemnidad y en otras
Toncho Pilatos, llegó a tocar Fongus incluso, pero el Atlántico era el cuartel
de otra banda, los “Universitarios”. Recuerdo su himno de batalla, eran
las mismas notas de “Whole Lotta Rosie” de AC/DC, pero con el grito
“Universitarios” en la introducción; Universitarios además de ser una banda de
rock, era el emblema de una de las flotas más numerosas de Pela Muertos, una
flota enorme que tenía su guarida en La Perdida. A ese terreno teníamos que ir
en grupo de al menos cinco, en parte por el recorrido que se tenía que hacer,
además del riesgo y obligadamente íbamos en bicicletas. Llegar a ese barrio era
algo intimidante, había algunos carros abandonados y otros no abandonados
repletos de locos sobre los cofres, cajuelas y toldos, hombres y mujeres,
adolecentes casi todos. Parábamos frente a ellos sólo para observar, montados
en las rilas, con Yula en los diablos, por supuesto. Nos gustaba ir y nos
trataban bien, era la forma de hacer vínculo entre los barrios.
Los atuendos soleros también eran
especiales. Los soleros no eran netamente cholos, como gustaba
catalogarlos la gente común, aunque en su parafernalia sí había elementos
cholos, su atuendo era en general una fusión de distintas sub-culturas.
Una noche ya cerca de la hora de
regresar a casa, sentado sólo en la esquina de la cuadra, pues esa tarde Yula
no había salido, y los demás ya se habían ido, esperaba solo a que llegara la
hora de volver, me reusaba a regresar antes, llegó Yula, –oi esto morro -me
dijo- y colocó su pequeña grabadora sobre la toma de agua, se sentó al otro
lado de la “L” que formaba la estructura, y le dio al play. La introducción barroca de la canción me hizo
sentir mucha paz, me recargué, subí la vista a lo más alto del guamúchil que
estaba afuera de mi casa, con el cielo estrellado como fondo, cerré los ojos, y
sentí como la melodía se expandía en mi pecho, como espuma creciendo dentro.
Pude percibir como abría mi corazón para quedarse a vivir, y floté sobre las
notas que escuchaba, permanecí así no sé cuánto tiempo. Para cuando abrí los
ojos me di cuenta de que no había escuchado los llamados de mi madre para que
me metiera, volteé a ver a Yula pero ya la llevaban jalando a su casa con la
grabadorcita colgando.
“Back” era la canción, que ya para
entonces había vivido su mejor tiempo, pero yo nunca la había escuchado y por
lo que alcanzaba a entender, Yula tampoco; era un descubrimiento que venía a
mostrarme.
A partir de esa noche, Yula no volvió
a aparecer por mi casa, ni en la escuela, ni por las calles del barrio, se
convirtió en una silueta en la acera de enfrente con uniforme de colegiala y
listones en el pelo, acompañada por su hermana mayor o por su madre que no la
dejaban sola. Pasaba con sus ojos clavados en los míos como pidiendo auxilio, y
con mis ojos clavados en los suyos sólo podía decirle que no sabía que hacer.
La vida siguió su marcha, pero
distinta, la rutina la sentía mucho más, era tan obvia. Seguía escuchando
música y buscando cosas nuevas, junto a mi amigo Beto, Guarahuarache le decíamos. Nunca supe de donde
venía el apodo, sólo sabía que su tío así le decía, y así le siguieron
diciendo. Con él iba a comprar los atuendos soleros y también la música,
comentábamos rolas, peleábamos juntos, nos defendíamos y juntos buscábamos
novias; noviazgos infantiles que duraban tres días o dos o el rato que duraba
la feria de la iglesia cuando llegaba la virgen de Zapopan a la colonia. Ya
nada volvió a ser igual.
No volví a platicar con Yula nunca
más. Una tarde al salir de la escuela, frente a la salida vi a una niña de ojos
primorosos, con vestido azul, calcetas blancas y listones en el pelo. No la
reconocí sólo hasta que me acerqué más. Era Yula, en la mano tenía un casete
que ella misma había grabado, extendió su mano y me lo dio; me besó, quedé
aturdido, y se fue corriendo. Corrí tras ella pero no la pude alcanzar, siempre
fue más veloz que yo; no alcancé a decir nada y ella no dijo nada. Cuando
llegué a mi casa escuché el casete y estaban todas las canciones que nos
gustaba oír juntos; ese fue un adiós y lo entendí. Sin saber por qué y sin
querer hacerlo, lloré.
En otra ocasión llegaba de la escuela
y recién entrando a la casa, tocaron a la puerta. Me tardé el tiempo en que
dejaba la mochila. Al salir no había nadie, pero en la ventana de la casa había
un vaso a medio llenar con nieve raspada de vainilla y restos de coco; era para
mí, lo sabía.
Así transcurrió el tiempo, llegó la
hora de salir de la primaria para ingresar a secundaria. Los gustos musicales
se actualizaron; ahora eran las bandas de Heavy Metal las que dominaban la
escena. La flota seguía unida, y el barrio se tornó peligroso. Los enfrentamientos
entre las dos mitades de la colonia eran cada vez más violentos; del oriente
bajaban ejércitos que dejaban sin vidrios casas, carros y destrozos sin
sentido. Del poniente subían ejércitos que hacían exactamente lo mismo. Se
veían armas que antes no se veían y las molotov sobre todo se volvieron muy
populares para desgracia de todos.
Una noche calurosa, después de cenar
y hacer la tarea, sentado en la banqueta, bajo el alumbrado público leía un
libro que recién me había dado mi padre. En eso estaba cuando pasaron corriendo
dos vatos que no reconocí, y justo después de pasar frente a mí, la calle
se iluminó. Era una gran bola de fuego que se inflaba justo frente a mis ojos,
una bomba molotov. Después del estallido pasó un grupo de por lo menos seis
pandilleros que perseguían a los dos primeros. Eso era justo el retrato
de en lo que se había convertido la colonia. No mucho tiempo después de ese
suceso, un fin de semana un grupo considerable de los más grandes del barrio
iría a un evento de rock que se llevaría a cabo en Santa Cecilia. Me uní al
grupo, era el más joven entre ellos. El evento se efectuó en una especie de
terreno baldío, aquello era más una reunión de pandillas que evento musical, un
ambiente muy pesado se sentía nomás llegar. En determinado momento y no
recuerdo el nombre del grupo que tocaba cuando sucedió, alguien lanzó una
molotov pegando exactamente en la cabeza de uno de los muchachos que se
ubicaban cerca de la banda que tocaba, convirtiéndose de inmediato en una antorcha
viviente, una enorme bola de fuego que gritaba y corría desesperadamente. Yo
corrí. No tenía idea de por dónde salir y no lograba en el aturdimiento
localizar a nadie de mi barrio; corrí como loco. Después de vagar por las
calles pude salir de ese barrio, crucé Santa Rosa, llegué al Panteón nuevo, por
fin mi barrio; llegué a mi casa mudo, pálido, me senté sin decir palabra, no
podía atender a nada de lo que me decía mi familia, literalmente no sabía que
me decían. Permanecí ahí, inmóvil, callado por mucho tiempo. Fue hasta más
tarde que empezaron a llegar uno a uno algunos de los vatos con quienes había
ido, a preguntar si había llegado y si estaba bien. Al día siguiente la noticia
se regó, y esa misma semana mi padre decidió que nos mudaríamos, nunca supo que
yo había asistido al evento.
El nuevo barrio era muy
diferente, ya no estaba en el oriente de la ciudad sino en el poniente, del
otro lado de la Calzada Independencia, y en él fui recibido por otro solero, el
Samy, al que ya conocía en la secundaria. Junto con él continúo la búsqueda y
el descubrimiento de otras rutas con más opciones, y todo fue a otro ritmo.
Samy era todo un personaje. Un
personaje al que conocían en varios barrios, algunos a mucha distancia de la
colonia; un andariego decían -un pinche vago diría yo-, con un talento muy
especial para detectar las vanguardias musicales, la literatura especializada
en rock y las morras -vaya que sí-, con él vagamos, recorrimos y conocimos los
lugares más absurdos de Guanatos.
Un día, ya estando en segundo de
secundaria, se nos ocurrió ir al centro de la ciudad a media noche -el fervor
religioso de nuestros padres permitió esa locura-. Era la noche previa a la
romería de octubre, de Guadalajara a Zapopan, el centro de la ciudad era una
enorme fiesta, con borrachos incluidos, gente con sombreros enormes, vuvuzelas
tricolores, danzantes, locos ofreciendo dosis de reinas o rebotes y música por
todos lados. En la Plaza de la Liberación había una estructura para escenario
vacía, que empezó a poblarse de vatos locos que con la música de una grabadora
comenzaron a bailar aquella danza que ya no me parecía tan compleja. El Samy y
yo nos incorporamos a la banda de mafiosos, no fue difícil encontrar con quien,
y brincamos al ritmo de cada canción, así por un buen rato. En cierto momento,
después de sacudir la tarima como endiablados, distinguí los acortes de una
rola conocida, “Whatever You Want” de Status Quo. Presentí el espectáculo que
sería aquello y descendí de la estructura con todo y pareja. Efectivamente
aquello fue algo digno de verse, todos los locos ahí trepados moviéndose al
mismo tiempo, al mismo ritmo, como uno solo, sentí una calma intensa; cerré los
ojos, percibí un leve olor a petricor, como cuando llueve. El sonido uniforme y
acompasado de la danza sonaba en mis oídos como un arrullo, pero en mi
cabeza, Back.
Algo me decía que ese era el último
baile solero que vería, y justo en ese instante pude darme cuenta, de que junto
con mis ojos se cerraba una etapa de mi vida.
"Back
take me back
take me back
to where I belong"
Eduardo Lemus
Publicado en "En Veces"
2 de mayo 2017