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viernes, 14 de mayo de 2010

El odio


El odio nos fundamenta y en el odio naufragamos.



En el odio hemos sido educados, miedo disfrazado de odio, odio disfrazado de amor.



El odio se nos inculca bajo otros nombres, lealtad, honor, orgullo, excelencia…



El odio lo aprendemos con los ojos, de ese modo también aprendemos a llamarlo con otros nombres.



El odio es la piedra fundacional de todo poder constituido, la génesis de toda estructura religiosa y la razón de las naciones.



El odio nos obliga, nos somete, nos compromete a seguir su ruta trazada por siglos de odio en contingentes de combate llamados a enfrentar el odio ajeno.



El odio lo respiramos, lo comemos, lo absorbemos, es odio lo que nos rodea y se nos inyecta por los sentidos, lo que nos arrojan a la cara en imágenes secuenciales, hileras infinitas policromas e impasibles que le normalizan e impregnan de cotidianidad perenne.



A veces es lo único que nos nutre y sin embargo no debe ser nombrado, es social y políticamente incorrecto, aunque en el nos sumergimos cada día al despertar.



¿Por qué el odio debe ser negado o simplemente silenciado cuando es a veces nuestra única verdad… lo más real? expresión honesta nacida en nuestro interior matizado por el hecho subjetivo que lo hace aflorar, es espejo turbulento de ese rostro que se esconde en el follaje del condicionamiento y las costumbres que moldean nuestro exterior.



El odio al igual que el amor, embota nuestros sentidos obnubila la razón, nos lleva a descubrir el aspecto más grotesco, más nefasto, más vil y repugnante de la otredad que a la vez es uno mismo. Es parcial como el amor, es cojo, manco o ciego, negador totalitario de la otra cara del objeto odiado.



Por odio nos sublevamos y asesinamos al igual que por amor, cuando se ama también se odia, son las caras de la moneda con que se paga la vida.



El odio es lo que a veces nos hace levantarnos y avanzar, nos hace resistir, ayuda a no flaquear a persistir en el camino que tiene como horizonte, el odio.



El odio cuando surge del subsuelo debe ser callado, reprimido, ese odio incubado por el odio dominante de cúpula dorada, opresor incongruente e intolerante poseedor de los cánones que rigen el funcionamiento minucioso de ese odio envolvente, el odio tiene propietarios exclusivos del derecho a ejercerlo.


El odio en manos del poder es justicia, en manos del desposeído es delito.



El odio circula por nuestras venas como lava trepidante buscando salir.



Odio genera la impotencia de no poder hacer nada ante la acción deliberada e impune de la muerte vistiendo la mano del poderoso enseñoreándose sobre la indefensión del débil, sumergido este en la vergüenza de no ser más que nada ante el puño inmisericorde.



Sin embargo nosotros, nos dicen, debemos perdonar, el odio es veneno para el alma, cuando el alma ya ha sido asesinada por el odio que de arriba cae.


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